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Tras cinco meses del crimen en el puerto de Barbate

El pasado martes, 30 de julio, los seis acusados de arrollar con una narcolancha a la Guardia Civil en la bocana del puerto de Barbate y asesinar a dos agentes salieron de prisión. Han pasado más de dos meses desde que la Guardia Civil emitió un informe que los exoneraba de culpa en esta agresión.

Esas seis personas siguen siendo investigadas por pertenencia a organización criminal, delitos de contrabando, resistencia y desobediencia. Santos no parecen, no, pero la pena que han pagado es mayor a la de la prisión injustificada, han sufrido el desprecio y la vejación de toda la sociedad.

¿Quién dio la orden a aquellos desgraciados de abordar a los narcotraficantes con unos medios tan precarios? Diferentes medios de comunicación acusaron de precipitación a nuestro alcalde, Miguel Molina (que en esto no tiene autoridad y por tanto no tiene responsabilidad) y a Fernando Grande-Marlaska, Ministro del Interior. No dio mucho tiempo a tiempo a hablar de ello. Enseguida tuvimos a los familiares de las víctimas en primera plana, compartida con estos seis injustamente acusados y denigrados.

Seguimos sintiendo vergüenza y asco por los crímenes y por los aplausos en directo de algunos inconscientes, pero no son otros los sentimientos cuando pensamos en el circo y en el linchamiento sin causa de esos seis delincuentes, sí, pero no asesinos, tan injustificadamente acusados, encarcelados y humillados. Y no es problema de ellos, es un problema social, y quién sabe si político. Según diferentes estudios, la tasa de suicidio es cinco veces mayor en las cárceles que en la sociedad en general. No debemos admitir como sociedad que se juegue con la salud mental y con la vida de las personas para ocultar desatenciones, deslices, errores y fracasos. No todo puede valer en política, terreno de la apariencia, la manipulación interesada y el gobierno más allá de su autoridad reconocida. Pero de esto último los culpables son los funcionarios que obedecen órdenes injustas y los ciudadanos que jalean a los políticos hasta convertirlos en caudillos.